El diario de Lali #2: «La altura no perdona»
En esta segunda entrega de El diario de Lali, la corredora deja atrás un Bariloche lleno de recuerdos mágicos, tras una carrera alucinante por las montañas. Mendoza la esperaba con más altura y un desafío inolvidable en su primera incursión en la alta montaña para competir en el Aconcagua Ultra Trail. «Me faltaba el aire, sentía que dos enanos me masticaban el cráneo desde la nuca, tenía mucho frío, todo eso me confirmaba que estaba muy viva y en un lugar al que llegan pocos», imperdible relato que nos deja Lali.
Otra decisión que tomé fue jugármela y pagar un asiento cama hasta Mendoza. Quería descansar bien, arrancaba la segunda parte de mi aventura.
Llegué a la ciudad de Mendoza el miércoles. Sole y Osky se encargaron de que me sintiera más que a gusto. Me encontré con Caro, la representante de Altra. Otro personaje. Puede irse a la playa que quiera, pero ella elige pasar 40 días en la montaña, se instala cerca del Cerro Arco y de Osky, su entrenador, que es igual de amable, serio, dedicado y divertido. La entiendo.
Me sorprendió lo grande que es la ciudad, la caminé, la troté, la conocí bastante en un día, Mendoza es el emporio de los patios cerveceros.
El jueves de tarde llegó mi compañero de hospedaje y de viaje hasta Penitentes. Pablo es un atleta consagrado, de trayectoria larguísima y muchos logros en tria y trail, también un cordobés muy gracioso que odia los alimentos light, adora el chocolate y ceba el mate más uruguayo de Argentina. Él, de chico, decidió que iba a ser deportista e hizo mérito para eso. Se armó una vida ideal. Estudió y entrenó mucho, hoy disfruta su cosecha corriendo por todo el mundo, hablando en cinco idiomas.
Nos aburrimos bastante las cuatro horas eternas de viaje hasta Penitentes. La paliza de Franco de Vita y Eros Ramazzotti que nos dio el chófer del ómnibus no ayudó. Llegamos a la hostería y fue una alegría encontrarnos con amigos, algunos viejos conocidos y otros que se suman ahora a la lista de gente que siempre es lindo volver a ver. Pilar, que me hace reír tanto. Israel, que iba a correr y pese a estar lesionado y no poder largar, por suerte, decidió acompañarnos. Nos divertimos mucho esas horas previas. Yo ya extrañaba mi casa; fue bueno estar rodeada de gente así.
Estaba un poco preocupada porque no había visto a los uruguayos, entre ellos a Jonatan, uno de mis alumnos que largaba también los 70 km. Por suerte me los encontré en la charla técnica. Fue la mejor a la que haya asistido. Súper profesional y completa. Alito nos explicó todo acerca del recorrido, Alejandro y los guardaparques nos explicaron todo lo concerniente a los cuidados que requiere adentrarse en la alta montaña. Salí asustada. Por primera vez subiría a 4300 msnm y escuché mucho la frase “La altura no perdona”. Ya me enteraría.
Obviamente, no dormí. Estaba insegura, era mi primer cita con la alta montaña, deseaba tanto estar preparada, había entrenado tanto y me había ausentado de casa tantos días, había mucho en juego. Repasé el plan en mi cabeza: arrancar conservadora, ir lo más cómoda posible hasta alcanzar Plaza Francia, tomar agua máximo cada 20´, sales rehidratantes cada hora, abrigarme en Confluencia y tomar té caliente, ¡comer! Si llegaba bien arriba, empezar a apretar el ritmo en la bajada, cuidándome, pero sin regalar nada, es una carrera. A la vez, debía dejar resto para los últimos kilómetros del circuito, que en lugar de seguir directo a la meta, nos harían trepar 6 km por la Quebrada de Vargas, hasta alcanzar un refugio de montaña a aproximadamente 3300 msnm. Un trayecto peleador, senderos empinados, estrechos, repletos de piedras sueltas y planos inclinados. Después de bajar por el mismo lugar, ahí sí: tres kilómetros y la meta.
Largamos a las 5 am esos 70 km que me llevarían a lugares increíbles. Cómo vale llegar a Plaza Francia y tener enfrente la pared Sur del Aconcagua. Empecé a moquear 500 metros antes. Me faltaba el aire, sentía que dos enanos me masticaban el cráneo desde la nuca, tenía mucho frío, todo eso me confirmaba que estaba muy viva y en un lugar al que llegan pocos. Tan alto y tan cerca de mi mamá…ella me dejó como única herencia mi vida. Cuando murió tomé conciencia del tamaño del regalo y decidí sacarle jugo: correr Aconcagua Ultra Trail era parte de ese plan.
Me reí de mí, tan sentimental. Empecé a bajar con Sonia, una corredora muy buena onda con quién hice todo el ascenso. Todo el tramo de Confluencia a Plaza Francia, exclusivamente marcado con pircas, ni una cinta. El sendero tal cual lo transitan los andinistas, me hacía sentir que no éramos elementos tan invasivos de ese entorno único. Era muy divertido ir encontrando el rumbo guiadas por esas “montañitas” de piedras que por convención, le marcan la senda a los montañistas en todo el mundo.
Cada vez más dueña de mi cuerpo. Daba lo mejor, pero cuidándome. Estaba muy conforme, llegué al Puesto de Control, previo a la subida de Vargas en el kilómetro 58 muy segura de mí. Me enteré que iba primera en damas y muy bien posicionada en la general. Mi única preocupación era una ampolla en el pie derecho. Paré, me hidraté, comí unas almendras y comencé el ascenso.
A los pocos metros veo bajar a dos corredores, iban a tope, los reconozco. Son el Chili, miembro del staff y mi amigo cordobés, Pablo, que va liderando la carrera. ¡Qué alegría! Va tan concentrado que no me ve, pienso. Más tarde me enteraría de que Pablo no me vió porque corrió con la visión disminuida desde el kilómetro 20, a raíz de un cuadro de queratitis. El Chili le iba haciendo de lazarillo. Cuando lo vió el médico y descartó riesgos severos, decidió ir a buscar la punta de la carrera que se le había escapado. “O me quiebro todo, o gano esta carrera” le dijo a su guía y, con una remontada épica, ganó. Tomó una decisión que no cualquiera puede tomar, claramente.
Yo seguí subiendo la Quebrada de Vargas. Empecé a precisar bajar el ritmo, no me sentía bien, a cada paso me ahogaba, cada vez que soplaba el viento me helaba de frío, a pesar de que el sol estaba a pleno, y me abrigué. Estaba mareada, tropezaba, tenía ganas de vomitar y no podía, sabía que precisaba hidratarme, comer, y no podía. Estaba deshidratada. Cada paso me costaba horrores, empezaron a pasarme corredores, llegué hasta una parte del río donde había gente del staff, comprobé cuando me preguntaron si estaba bien, que me costaba mucho también hablar. Me dijeron que me sentara a descansar un poco, lo hice. La cabeza me empezó a jugar en contra, estaba asustada, con culpa y miedo de volver a casa enferma, evaluaba los posibles daños, unos panoramas horribles de insuficiencias renales, diálisis y más.
Me pegó muy mal la altura cuando faltaba muy poquito para terminar la carrera, es así, no perdona. Avisé que abandonaba. No quería más nada. Entonces ví bajar a Jona, dando lo que le quedaba. Descansé unos minutos más y me obligué a dejar de paranoiquear. Algo cambió, me asumí quebrada, pero no rota y me interpelé. ¿Cuánto había en mi miedo y mi culpa de excusa, de flojera? Pasó Sonia, ahora estaba a la cabeza. Supe que me seguirían aventajando corredores y yo no estaba en condiciones de dar ninguna pelea con ellos. Otra vez: ¿Cuánto había en mi decisión de renunciar, maquillar el golpe al ego que significaba bajarme del podio?
Sonia merecía ganar y que yo llegara tras ella. Si me quedaba algo de fuerza como para intentar seguir, tiempo tenía, no podía abandonar. Me hubiese despreciado infinitamente por eso. Me tomé un rato más y cuando tuve fuerza, trepé hasta el refugio. Ahí el equipo médico me retuvo, me hicieron descansar otra vez hasta poder medirme la saturación, hidratarme y recuperar fuerzas. Quedé en sus manos un buen rato, me cuidaron de forma muy amable y responsable. Cuando me sentí mejor, pedí permiso a la organización para bajar, al comienzo acompañada, luego sola y faltando 3 kilómetros, ya abajo, se me unió Diego, fotógrafo de la carrera y amigo, que siempre me da para adelante y decidió acompañarme hasta la meta. Nos fuimos riendo de mí, que es la mejor manera de empezar a transitar una frustración grande, una situación adversa que en principio no tenía mucho enfoque positivo. La había pasado muy mal.
Llegué caminando, pero llegué. Fui recibida como una campeona por la gente de la organización, por las corredoras que llegaron antes que yo a la meta, por Caro, Pablo, Osky, Israel. Todos regalándome aplausos y risas. Entendí que no abandonar había sido la decisión correcta y aunque aún no sabía bien por qué, esta carrera me había hecho mucho bien.
Aconcagua Ultra Trail, es dura, áspera, de mucha y constante entrega para merecer enormes alegrías. Es una carrera para algunos pocos, de esos pacientes, obstinados y fuertes corredores de montaña. Seguiré aprendiendo hasta convertirme en una de ellos. Sé bien que estoy en camino.
Ya en casa desde hace una semana, pienso que este viaje me devolvió a Uruguay siendo una mejor corredora y seguro también una mejor persona. Con vivencias nuevas, nuevos cuentos qué contar, imágenes, olores, sensaciones, lugares que pisé por primera vez y contactos de gente divina en mi agenda. Es lo que fuí a buscar. Fede, Flor, Florencia, Vero, Helen, Andi, el Chule, Caro, Israel, Pablo, Diego, vos, yo, todos elegimos cada día quiénes queremos ser, es nuestra libertad, nuestro tesoro más preciado.
Terminé el libro y conozco las cuatro historias de Archie. No sé cuáles serían mis tres opciones restantes, sólo tengo certeza de ésta que estoy viviendo, que me tiene ocupada, encantada y orgullosa, en la que soy una mujer agradecida de hasta dónde la llevan el cuerpo y las ganas; desde ser la casa de dos, hasta correr kilómetros y kilómetros en todos los lugares del mundo que pueda.
Seguiré intentando tomar las decisiones correctas que para mí, siempre serán elevando la vara de exigencia en cualquier actividad que me tenga apasionada, siendo honesta con todos, empezando por mí, dando lo mejor, abrazando a mis hijos, riendo lo más que pueda, cerca de la naturaleza, conociendo todo lo que pueda del mundo y quiénes lo pueblan, ya sean animales o flores, haciendo el bien y de ser posible, cocinando y comiendo delicias. Siendo libre.